Mientras Europa estudia medidas contra esa práctica y Greenpeace Internacional prepara un informe que hará público pasado mañana, la paradoja no cede: el mismo mundo que se sueña sustentable produce dispositivos electrónicos de vida cada vez más corta
LA NACION
La afirmación vale para todos los dispositivos electrónicos que rigen nuestras vidas sin que, hasta el momento, se haya arribado a una solución capaz de dar un destino diferente a miles de toneladas de artefactos que, año a año, terminan en la basura porque es más fácil cambiarlos que arreglarlos o porque, si bien funcionan, quedaron obsoletos. Las cifras no son broma: se estima que este año los basurales del mundo recibirán 46.000 kilotoneladas de residuos electrónicos, una cifra que se supera año a año. De hecho, para 2018 las estimaciones hablan de cincuenta mil.
Por todo esto no es de extrañar que se haya reavivado el debate en torno de la obsolescencia programada, esa práctica nacida en los años veinte del siglo pasado, expandida tras la crisis del 1929 y popularizada en los años cincuenta, que consiste en diseñar deliberadamente productos con vida útil cada vez más corta, a fin de que el recambio de los mismos garantice un permanente flujo de ingresos. ¿Será que la monstruosa cantidad de basura electrónica que, año a año, estamos desechando es producto de prácticas desaprensivas por parte de la industria tecnológica o que, en una época de evolución permanente, no hay lugar para la ilusión de productos que duren “para siempre”?
Discusión abierta
Mientras el debate continúa, en estos momentos la Unión Europea está trabajando en el diseño de sanciones contra las empresas que acorten el período de durabilidad de sus productos, o bien que no provean un servicio posventa que permita la reparación de los artefactos. Pero la preocupación en algunos países no es nueva. En 2015 se estableció en Francia que las empresas que incurrieran en prácticas desleales serían castigadas con multas y hasta dos años de prisión para sus responsables. Y la sociedad civil también está haciendo su aporte. Por ejemplo, la fundación española Feniss otorga el sello Issop (Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada) a las firmas comprometidas con el respeto al medio ambiente y con un nuevo paradigma económico basado en la sustentabilidad y el bien común. En Estados Unidos, mientras tanto, algunos estados promueven la legislación “right to repair” (derecho a reparar) contra la pretensión de gigantes como Sony, Microsoft o Apple de que sólo sus servicios técnicos puedan reparar sus dispositivos.
En nuestro país, en tanto, se calcula que cada habitante produce entre 7 y 8 kilos de desechos electrónicos por año, cifra que va creciendo anualmente, sin que todavía contemos con una legislación específica para gestionar en forma sustentable toda esa cantidad de recursos con enorme potencial de reciclaje que termina, sin embargo, contaminando y dañando la salud de quienes entran en contacto con ellos.
“Hoy la industria electrónica diseña para el basurero: los nuevos dispositivos electrónicos son producidos para durar menos y con la dificultad de conseguir repuestos: son hechos para convertirse en residuos lo más rápido posible, y así dar inicio nuevamente a toda la cadena de producción y descarte”, sostiene Hernán Nadal, director de comunicación de Greenpeace Andino.
De acuerdo con los datos preliminares de un informe que Greenpeace Internacional hará público pasado mañana, entre las empresas que estarían yendo en la dirección contraria en materia de diseño de productos sostenibles figuran Apple, Microsoft y Samsung, cuyos teléfonos inteligentes son, cada vez, menos reparables. En la vereda de las buenas prácticas la organización ubica a HP, Dell y Fairphone, consideradas excepciones dentro de esta tendencia, ya que suelen producir productos reparables y actualizables.
Pero hay quienes ven otras causas detrás de la rapidez con que bienes y dispositivos se vuelven obsoletos. “Si decís ?obsolescencia programada’, ya estás emitiendo una opinión. Suena un tanto conspirativo. Tendría sentido si detrás hubiera empresas monopólicas, pero no es el caso. Si mi celular se vuelve obsoleto al año y medio, nadie garantiza que vuelva a comprarme un celular de la misma marca. Lo más probable es que me vaya a la competencia”, analiza Enrique Carrier, analista del mercado de las telecomunicaciones y director de la consultora Carrier y asociados, especializada en la industria tecnológica.
Carrier reconoce que los productos ya no se fabrican para durar varias décadas. “Es cierto, las heladeras ya no duran treinta años, pero también son menos costosas y eso hace que sean mucho más accesibles. En una época como la nuestra, de alto consumo, los productos son más complejos y tienen más funcionalidades, pero su ciclo de vida es más corto. Si se diseñara un producto para que durara mucho, también sería más caro”, agrega el especialista, que refuerza sus dichos con un ejemplo ilustrativo.
“Cuando Compaq irrumpió en el mercado, sus productos eran indestructibles, pero eran caros. Al tiempo llegó Dell, que era más económica, pero sus productos no eran indestructibles. Lo cierto es que la alta durabilidad suele ser un atributo que el comprador no reconoce. Es un costo que no agrega valor a la marca”, sostiene Carrier.
Julián D’Angelo, coordinador ejecutivo del Centro de Responsabilidad Social Empresaria y Capital Social (FCE-UBA) recuerda que antes de la masificación de la producción de automotores lograda por el fordismo, el modelo T costaba, en 1907, lo que hoy cuesta un avión bimotor. O que, cuando Steve Jobs presentó hace diez años el primer iPhone, algunos especialistas lo consideraron un lujo para pocos.
“El punto central aquí es comprender si la innovación está al servicio de lograr la accesibilidad de esas nuevas tecnologías a una mayor parte de la población y agregar valor al consumidor o usuario, o si la innovación se pone al servicio del marketing, el departamento de ventas y la sociedad de consumo”, analiza el investigador.
“Muchas innovaciones producen una verdadera obsolescencia tecnológica por el real avance de la tecnología -continúa D’Angelo-, como cuando el teléfono reemplazó al telégrafo, el CD al casete o el DVD al VHS. Pero las instancias en que una nueva tecnología supera de verdad a la vieja son más raras de lo que nos quieren hacer creer. Muchos artículos electrónicos casi nunca están tecnológicamente obsoletos cuando los descartamos o reemplazamos por nuevos.”
Los especialistas distinguen diferentes tipos de obsolescencia. Además de la obsolescencia programada objetiva -es decir, cuando la duración de un producto fue definida previamente para que el usuario se vea obligado a comprar uno nuevo transcurrido ese lapso-, los expertos también hablan de la obsolescencia programada subjetiva o no funcional, que se basa en diversas estrategias de marketing o producción que impulsan la renovación de un producto, a pesar de que el mismo continúe funcionando.
“En este caso, las actualizaciones y los accesorios nuevos deben ser incompatibles con los productos recientes y la apariencia de las cosas tiene que cambiar continuamente, lo cual incentiva a descartar modelos viejos, aunque funcionen”, reconoce D’Angelo. Un ejemplo de esta clase de obsolescencia serían las recurrentes y periódicas actualizaciones del software del sistema operativo de smartphones, tabletas y PC, que cada vez ocupan más memoria y en ocasiones parecen forzar al recambio del hardware o dispositivo si queremos disfrutar plenamente de las nuevas funcionalidades.
El tercer tipo de obsolescencia es la percibida o psicológica, que se da cuando el artículo continúa siendo funcional pero se lo percibe como obsoleto. Aquí entran en juego básicamente el gusto y las modas.
Cuestión de hábitos
Desde la industria se sostiene que lo que algunos llaman obsolescencia programada es, en realidad, la permanente búsqueda de innovación y eficiencia, por ejemplo, en términos de consumo energético. Pero lo cierto es que, en ocasiones, es bastante complejo diferenciar si estamos ante un caso de obsolescencia genuina, producto de una innovación real que otorga valor, o si se trata de obsolescencia programada.
En junio último Greenpeace presentó una suerte de ranking de reparabilidad de productos tecnológicos de diecisiete marcas con preocupantes conclusiones. Así, por ejemplo, el informe sostiene que casi el 70% de los dispositivos analizados -de marcas como Samsung, LG y Apple- tiene baterías que son muy difíciles o directamente imposibles de reemplazar debido a decisiones de diseño y el uso de adhesivos para fijar la batería a la carcasa. Asimismo, algunos dispositivos como el iPhone y el P9 de Huawei requieren herramientas especiales para realizar reparaciones, como una manera de desalentar la reparación por parte del usuario.
En nuestro país se estima que una familia tipo tiene más de cuarenta aparatos electrónicos en su hogar. Algunos dispositivos se recambian a las tres o cuatro semanas (pilas o cartuchos de impresora), otros cada año, como las lámparas, o cada dos o tres años, como los celulares. Los televisores, cada ocho años o menos, en tanto que cada doce o quince años, la heladera, el lavarropas o ciertos electrodomésticos. La pregunta es qué destino les damos a todos ellos.
“Los residuos de aparatos eléctricos y electrónicos tienen oro, plata y cobre en cantidades mínimas, pero implica un costo de recolección para que esta minería urbana funcione. Si no se reciclan, además de los metales valiosos, contienen metales pesados, tóxicos y cancerígenos que implican contaminar el ambiente”, explica el biólogo Gustavo Fernández Protomastro, biólogo, director de la consultora Eco Gestionar, que asesora a empresas en materia ambiental.
“Se requiere de una ley nacional -continúa el especialista- porque los aparatos y dispositivos electrónicos se venden, usan y desechan en todos los puntos del país y en tal sentido requieren de una norma nacional que cree el concepto de Responsabilidad Extendida al Productor (REP) donde todos los fabricantes, importadores o comercializadores coparticipen con los municipios en la gestión diferenciada de estos residuos. La norma también debería prever sistemas integrados de gestión que permitan financiar el costo de la recolección diferenciada de estos residuos, así como el de su reciclado, tratamiento y disposición final.”
Mientras eso no ocurra, el peso de cualquier mecanismo de reciclaje autoimpuesto por una empresa recaerá sobre los hombros del más débil de la cadena: el usuario. “Muchas empresas tienen sus propios mecanismos de reciclado. Pero eso cuesta dinero y alguien lo tiene que pagar, y ése es el consumidor. Reciclar cuesta dinero, así que es imperioso pensar algún mecanismo que no sea más costoso que no aplicarlo”, advierte Carrier.
En la actualidad operan más de doce empresas gestoras de residuos de aparatos eléctricos y electrónicos. Además, la ONG María de las Cárceles y el Servicio Penitenciario de la provincia de Buenos Aires tienen una iniciativa de reciclaje. Pero entre todos ellos no se logra reciclar más del 20% del total de desechos electrónicos del país, desaprovechando, de esta manera, una enorme fuente de trabajo y recursos que acaba en basurales.
En el documental Comprar, tirar, comprar, de Cosima Dannoritzer, se cuenta que hasta los años 20, las lamparitas se diseñaban con 2500 horas de vida útil y que, a partir de la puesta en práctica de la obsolescencia programada, esa vida útil se redujo a mil horas. En un cuartel de bomberos de la ciudad de Livermore, en California, todavía resiste, encendida, una lamparita de la vieja era. Lleva más de cien años encendida las 24 horas y cualquiera puede observarla desde su página web: http://www.centennialbulb.org/cam.htm. Desde que el proyecto web comenzó, la cámara que observa a la lamparita ya debió cambiarse tres veces.
Fuente: La Nación